HISTORIA | Con el dolor de la ausencia
Por Manolo Rodríguez
El pasado jueves 30 de diciembre el guardameta del Real Betis, Rui Silva, recibió la devastadora noticia de que había fallecido su padre. De inmediato, partió hacia tierras portuguesas donde al día siguiente asistió en Oporto al sepelio de su progenitor. Un inmenso dolor para despedir el año que lo había visto llegar a la portería verdiblanca y a la casa de los béticos.
Así las cosas, Manuel Pellegrini dejó en sus manos cualquier decisión de futuro. El Real Betis jugaba al domingo siguiente en el Villamarín, pero, como dijo el técnico: "Debe ser Rui Silva quien decida si juega o no". Sólo él podía valorar si se sentía con presencia de ánimo para volver a su trabajo.
Y decidió jugar. En un gesto de compromiso que lo honra, se tragó la pena y le confirmó a su entrenador que estaría preparado para cuando llegara la hora. Y el beticismo se lo agradeció. Ese beticismo siempre tan generoso con todos los que se entregan al club y sirven lealmente los intereses del escudo de las trece barras.
En las horas previas al partido fueron frecuentes en las redes sociales los mensajes de apoyo y agradecimiento, pero donde el homenaje y el reconocimiento alcanzó su mayor grado fue en el estadio. Hubo ovaciones para el portero portugués desde que salió a calentar y se recordará para siempre el conmovedor minuto de silencio que concluyó con un aplauso generalizado.
Cuando sonaban al piano las notas del Himno del Centenario y, asimismo, se le rendía tributo a la memoria de Eugenio Ruiz (portero del Betis en la década de los 50 fallecido esa misma semana), Rui Silva estuvo al borde del llanto. Viviendo el dolor de la ausencia y sintiendo el calor de todos los que encarnan al Betis cada día. Como el de sus propios compañeros de vestuario, que saltaron al césped con una camiseta de ánimo, mientras que en la suya se podía leer: "Descansa en paz, padre".
Este gesto de Rui Silva, su voluntad de servicio y su dedicación al Betis, permanecerán para siempre en el relato de los sentimientos que se ha ido contando de generación en generación. Como algunos otros que se vivieron antes y de entre los que hemos querido rescatar dos precedentes que ya están desde hace años en el imaginario y en el corazón de los béticos.
El gran Esnaola
El primero de estos recuerdos está fechado el domingo 30 de octubre de 1983. Esa tarde, con el Villamarín lleno, el Real Betis recibió al FC Barcelona en lo que se anunciaba como el gran partido de la jornada. Los verdiblancos, de la mano del entrenador Alzate, marchaban en los puestos altos de la tabla y no habían conocido la derrota en los últimos 7 partidos jugados tanto en Liga como en Copa. De hecho, los últimos 4 encuentros disputados se habían saldado con victoria.
En los días previos al choque, el nombre más recurrente que se asomaba a los periódicos era el de Rafael Gordillo, quien arrastraba unas molestias musculares que lo convertían en la gran duda bética. Todo lo demás parecían noticias agradables, incluida la previsión sobre la gran entrada que registraría Heliópolis y la imponente recaudación que se esperaba.
Sin embargo, 48 horas antes de que echara a rodar la pelota, llegó una noticia dolorosa que trastocó todos los planes. El viernes se supo que había fallecido en tierras guipuzcoanas la madre de José Ramón Esnaola, el portero icónico del Real Betis y una de sus máximas figuras.
Afectado por la triste pérdida de su progenitora, Esnaola partió de inmediato hacia su localidad natal de Andoain, donde el sábado tuvo lugar el sepelio de Doña María Larburu Echevarría. Pero antes de marcharse le dejó dicho a su entrenador que, con toda seguridad, volvería para jugar contra el Barcelona. Algo que también le anticipó a algunos periodistas amigos, a quienes les confesó que: "Sé que ya no puedo remediar nada y aunque me amarga la honda pena que la muerte de mi madre me produce, sé que es lo que ella querría, que jugara, cosa que haré en su memoria y homenaje".
Tanta garantía le ofreció al cuerpo técnico, que Pepe Alzate sólo se llevó a la concentración de Oromana al portero Barandica, mientras que le daba indicaciones a Salva, tercer guardameta, para que se presentase en el estadio una hora antes del inicio del partido por si acaso surgía algún problema con los enlaces aéreos.
Pero afortunadamente no los hubo y José Ramón Esnaola, una vez más, volvió a poner de manifiesto su imponente raza y su extraordinaria profesionalidad. El sábado 29 de octubre asistió al entierro de su madre y un día más tarde defendió la portería del Betis en el intenso duelo contra el FC Barcelona.
El estadio lo estaba esperando y su salida al campo fue saludada con una ovación descomunal. Su gesto no merecía otra cosa. Los jugadores verdiblancos lucieron brazaletes negros y el Villamarín guardó un emotivo minuto de silencio. Esnaola vivió ese intenso momento delante de su portería, en la más absoluta soledad, como si, naturalmente, su sitio en el mundo estuviera ahí, bajo esos tres palos que le pertenecían.
El partido acabó con empate a cero, pero nadie salió defraudado. El Betis atacó con valentía y disfrutó de algunas ocasiones que pudieron haber desnivelado la balanza. Pero no acertó, como tampoco lo hizo el Barça en sus pocas aproximaciones peligrosas. Principalmente, porque Esnaola estuvo muy acertado, sobre todo en un mano a mano con Urbano que levantó al público de sus asientos.
Aquella tarde para el recuerdo, José Ramón Esnaola jugó su partido 501 en la Liga (sumados los que llevaba disputados con la Real Sociedad y con el Real Betis) y, asimismo, se produjo el debut del joven Antonio Reyes, un excelente futbolista procedente de los escalafones inferiores que a partir de ese día se puso la camiseta verdiblanca durante 5 temporadas.
El brazalete de Cañas
Otro día marcado para siempre por el dolor y la profesionalidad fue el que se quedó en nuestra memoria el 18 de octubre de 1995 en las frías tierras alemanas de Kaiserlautern. Allí jugaba el Betis el partido de ida de los dieciseisavos de final de la Copa de la Uefa y la afición rebosaba ilusiones en la que se confirmaba como otra magnífica campaña del conjunto que entonces dirigía Lorenzo Serra.
Los verdiblancos estaban en el grupo cabecero de la competición doméstica y ya habían eliminado en el torneo continental al Fenerbahçe turco. Llegó entonces la jornada 8 del campeonato nacional de Liga y les tocaba visitar al Valencia en el campo de Mestalla. En concreto, el sábado 14 de octubre, a las 10,30 de la noche.
Dos días antes, el jueves, uno de los titulares indiscutibles de aquel equipo, Juanjo Cañas, recibe una llamada de su padre quien le informa que su madre enferma se encuentra muy mal y que, dolorosamente, se espera un trágico desenlace en cualquier momento. Cañas habla con Serra e inmediatamente parte hacia Rota. Vive con dolor las últimas horas de su progenitora y el sábado llora la muerte de su madre, casi coincidiendo con el momento en que el Betis empieza a jugar en Valencia.
El lunes 16, a las dos de la tarde, la expedición bética parte hacia Alemania para enfrentarse al Kaiserlautern. El entrenador Serra deja en sus manos la decisión de viajar o no y le garantiza que, hasta última hora, habrá una plaza libre en el avión por si decide sumarse al grupo.
Cañas, muy afectado, habla con su padre, quien le anima a que cumpla con sus obligaciones como profesional y le dice que quizá el Betis y sus compañeros lo necesiten más que su familia.
Así lo hace. Parte con el grupo y comparte habitación con Juan Merino en la planta octava del hotel Bauer, en la ciudad de Frankhental, a 50 kilómetros de Kaiserlautern. En las vísperas, Serra le pregunta si se siente con fuerzas para jugar y le dice que sí. Será titular con la camiseta número 8.
Las gradas del Fristz Walter Stadion, el "infierno" de Batzenberg, empiezan a llenarse pronto y rugen cuando los jugadores saltan a la muy húmeda hierba. El Kaiserlautern, de rojo completo; el Betis, con sus colores habituales. Como detalle emotivo, los jugadores verdiblancos lucen brazaletes negros por el fallecimiento de la madre de Juan José Cañas.
Y no sólo juega, sino que está espléndido. Suyo es el centro del primer gol que cabecea Alfonso y una vez más sobresale su capacidad de lucha, su compromiso con el equipo y esa enorme verdad futbolística que lo acompañó durante toda su brillante carrera de 15 temporadas como jugador del Real Betis.
Pero no sólo eso: Cañas juega todo el partido con el brazalete negro apretado en el puño, como si tuviera presente a su madre en cada balón y eso lo ayudara a espantar el dolor de la ausencia.
Y por ello recordamos estos gestos. Porque también esos momentos definen el alma del Betis y elevan su nombre. La razón última por la que jamás olvidaremos que Esnaola, Cañas y ahora Rui Silva le fueron leales al Betis en los peores momentos de su vida.