HISTORIA | La corbata de Griguol
Tras una victoria ante el Valencia en septiembre de 1999, el veterano técnico argentino emocionó a los periodistas al confesar que todo lo que era, y tenía, se lo debía al fútbol.
Por Manolo Rodríguez
No es el fútbol un mundo muy dado a la ternura. Más bien al contrario. Por lo general, prima la firmeza (incluso la rudeza) y la competitividad, sin demasiados resquicios para los comportamientos que puedan revelar debilidad o flaqueza. Por eso, pasen los años que pasen, son tan recordadas esas escenas en las que algún personaje conocido se ha mostrado entrañablemente vulnerable.
Ahora que caminamos hacia un nuevo enfrentamiento entre el Real Betis y el Valencia se me ha venido a la cabeza un momento que refleja esta rara sensación de humana fragilidad. En concreto, aquella noche de septiembre de 1999 en la que los verdiblancos le ganaron por 1-0 a los chés en Heliópolis. Al acabar ese partido, que supuso la primera victoria local en el campeonato, el entrenador bético, Carlos Timoteo Griguol, se despidió de los informadores en la sala de prensa del estadio hablándoles de su corbata, una llamativa corbata negra estampada de balones. Con íntima emoción, dijo que esas pelotitas, el fútbol, en definitiva, le habían dado a él y a su familia todo lo que tenían y reveló que ya llevaba dirigidos 1.122 partidos en su carrera. Lo contó de un modo tan sentido y cálido que los periodistas lo despidieron con una cerrada ovación.
Ayudaba a ello que Griguol pareciera un buen tipo. Un argentino, al que apodaban "El Viejo", que rozaba los 65 años y que había llegado a Sevilla en julio de 1999 con su gorra, sus polos estampados, sus vistosas gafas de sol, sus corbatas indescriptibles y sus palabras siempre llamativas. En Argentina, de donde no había salido hasta ese momento, lo consideraban un maestro. Un personaje que fue futbolista en los años 60 y que desde 1971 había entrenado a equipos como Rosario Central, River Plate, Ferrocarril Oeste y Gimnasia y Esgrima La Plata, obteniendo buenos resultados con todos ellos. Un mito en el fútbol de su país, donde su máximo logro fue hacer campeones a los modestos "verdolagas" de Ferro en la década de los 80.
Por todas esas razones, fue recibido con expectación. La gente quería conocer su manera de pensar, y él, enseguida, marcó su hoja de ruta: no toleraría el desorden, trabajaría por afianzar la defensa y les pediría a sus jugadores que controlaran su vida privada. Dio la impresión de ser un hombre hablador y próximo, que desde el principio quiso caerle bien a su nueva afición y al periodismo que seguía la marcha del equipo.
Una impresión que se acrecentó en la concentración de Holanda, a pesar de que Griguol se marchó preocupado porque, dijo, "tenemos jugadores para hacer tres equipos y sólo quiero 22". Pero, en general, las noticias que llegaban diariamente hablaban mucho y bien de lo que estaba pasando. Se resaltaba el orden y la disciplina que había impuesto el técnico argentino y se aludía al buen ambiente que parecía presidir el stage.
Como colofón a este tiempo idílico, en agosto de ese año el Real Betis ganó su segundo Trofeo Ramón Carranza. Una conquista que tardó en llegar casi toda una vida. Nada más y nada menos que 35 años. Es cierto que ya no era aquella competición estelar que se adjudicaron los verdiblancos en tiempos de Benito Villamarín, pero su prestigio en el fútbol internacional (en particular en Sudamérica) seguía casi intacto. Ganar el
Carranza, además, había llegado a obsesionar a sus aficionados. En múltiples ocasiones se presentó la oportunidad de acceder a la final del torneo gaditano y, para dolor general, siempre se acabó estrellando contra ese último escollo. Ahora, a los penaltis, y tras una épica remontada ante el Lazio romano, el Betis de Griguol volvía a llevarse la imponente Copa a las vitrinas de Heliópolis.
Maestro contra pupilo
Sin embargo, iniciada la Liga, todo empezó a desplomarse. Seguramente, por las enormes dificultades con las que el argentino hubo de trabajar en un club que en aquel tiempo vivía importantes convulsiones. Fue el caso que llegó a la cuarta jornada con un solo punto y sin meter ni un gol y entonces vino a Heliópolis el Valencia, equipo que entrenaba esa temporada el entrenador de moda en el fútbol español. Otro argentino, llamado Héctor Cúper, que había triunfado con clamores en Mallorca, y que llamaba la atención por sus métodos expeditivos y por los golpes que les daba a sus jugadores en el pecho cuando estos iban a saltar al campo.
En las vísperas del partido sólo se habló de algo que ya sabíamos, pero que en aquellos días se repitió hasta la saciedad: que a Cúper se le consideraba el discípulo aventajado del maestro Griguol. Una relación de pupilaje que se había forjado en los lejanos años de Ferrocarril Oeste cuando el joven Héctor Raúl Cúper era el defensa central y máximo símbolo de aquel equipo de hierro.
Griguol lo conoció con apenas 18 años y desde entonces fue su amigo. Cúper, por su parte, tras abandonar el fútbol, inició una carrera de entrenador en la que siempre tuvo como espejo los métodos y las formas que le había visto al "viejo". En Argentina escribieron que eran dos almas gemelas persiguiendo un mismo estilo futbolístico.
Ambos se encontraron sobre la hierba el sábado 18 de septiembre de 1999. A las nueve de la noche. Quizá para no alimentar el morbo, ni siquiera se saludaron. Apenas un leve saludo con la cabeza desde la distancia. Ambos muy trajeados, rostros graves, y Griguol, con su eterna gorra. Los dos golpearon el pecho de sus futbolistas en el túnel.
Esa noche se estrenaban los palcos VIP del medio estadio que se estaba construyendo y el Betis acabó ganando gracias a un gol anotado en el minuto 26. Chutó Alexis desde fuera del área y cuando la pelota iba hacia el centro de la portería, Oli le cambió la trayectoria con la cabeza en el punto de penalti. Cañizares sólo pudo mirar. Un gol tardío, pero cierto, ya que el Betis fue el último equipo en marcar en aquella Liga.
Tanta emoción le produjo aquel triunfo al veterano técnico argentino que nos conmovió a todos en la sala de prensa confesando con una ternura infinita que todo lo que era se lo debía a ese fútbol que simbolizaban los balones blancos estampados en su corbata negra.
Esa victoria ofreció un respiro hasta el final de la primera vuelta, pero todo el mundo era consciente de aquello no iba a durar. Los jugadores más veteranos, como Alexis, empezaron a alertar de la preocupante deriva en la que se hallaba el equipo y a futbolistas de rango como Denilson no les hacían mucha gracia las bromas del entrenador, quien llegó a decir del brasileño que: "Rinde mejor cuando actúa en la banda del banquillo, porque ahí lo dirijo. Pero cuando se va a la banda contraria, toma peores decisiones".
El cese que se veía venir
Incluso el presidente Lopera le hizo algún sonoro desaire a la vista de todos. Cuestionó el mandatario la calidad de los argentinos Romero y Crosa (futbolistas solicitados por Griguol) y, tras caer eliminados en la Copa contra el modesto Mérida, dio una orden tajante: "Al hotel, concentrados hasta el próximo domingo". Era miércoles por la noche. Tan drástica decisión la aceptó todo el mundo. Compartirla era otra cosa. Alfonso, por ejemplo, preguntado por cómo había llevado la reclusión, dijo: "piensas, sobre todo, en ahorcarte".
Por tanto, no sorprendió a nadie que, a finales de enero, Lopera acabara cesando a Griguol y a sus ayudantes. Los llamó mientras que cenaban y los citó en su despacho de madrugada. A la hora y media todo se había consumado. El cuerpo técnico renunció a una de las dos temporadas que tenían firmadas y sólo cobrarían una campaña entera de trabajo (unos 350 millones de pesetas brutos). El presidente le ofreció a Valdecantos que continuara, pero éste lo rechazó. "Debo irme con los que me trajeron", respondió.
A la mañana siguiente firmaron el finiquito y por la tarde se despidieron de los jugadores en la Ciudad Deportiva. Griguol se comportó como un caballero, comprensivo y agradable. Sin una mala palabra. Reconoció que llegaron a un acuerdo en una reunión donde no corrió la sangre y, como otros muchos antes, pareció haberse quitado un gran peso de encima. Confesó que se iba a Miami a descansar unos días, sin saber que aún tendría que esperar dos semanas antes de firmar el finiquito. Fue en ese momento cuando adquirieron plena vigencia las palabras pronunciadas por su ayudante, Gabriel Perrone (que, además, era su yerno), el día que los echaron. Dijo: "Han sido siete meses de mentiras; ustedes saben lo que hay acá".
Años más tarde también entrenó al Real Betis su pupilo Héctor Cúper. En la campaña 2007/08, y tampoco esta vez fueron bien las cosas. Como a su tutor, lo despidieron a mediados de temporada. También se fue sin ruido, pero sin conocerle ninguna corbata tan especial como aquella que mostró Carlos Timoteo Griguol la noche en que el Betis le dobló el brazo al Valencia. Esa de las pelotas blancas que fue toda una invocación a la ternura y las emociones.